miércoles, junio 09, 2004

Una tarjeta postal del subdesarrollo

Cuando comparamos el nivel de bienestar en diversos países, por lo general hacemos referencia a las cifras de ingreso nacional por habitante. Es algo perfectamente válido, pero no deja de tener un sabor demasiado abstracto. En ese sentido, hay variables mucho más concretas que pueden ilustrar --aunque de forma muy parcial--las diferencias entre los países.

Tomemos el caso del correo, un tema que toqué recientemente bajo otro contexto.

En Estados Unidos, el sistema postal manejó 193 mil millones de cartas y paquetes en 2002. Esto es equivalente a 660 cartas y paquetes por habitante. Para manejar esa montaña de papel, el sistema postal emplea a un ejército de más de 800 mil trabajadores.

Por su parte, el sistema postal de México es casi risible en comparación. En este país el volumen manejado llega sólo a 707 millones de cartas y paquetes, equivalente al 0.4% del nivel estadounidense o, alternativamente, a 7 cartas y paquetes por habitante (una centésima parte del nivel por habitante en EUA). Por obvias razones, esto se refleja en una infraestructura postal mucho menor: el sistema de correos sólo emplea a 20 mil trabajadores. Pero incluso este número es alto: su productividad, medida en términos del volumen por trabajador, sólo llega al 15% del nivel estadounidense (y eso que el sistema postal de ese país tiene fama de contratar a los seres más inútiles y desquiciados).

En otras palabras, todo esto apunta a que la burocracia postal mexicana es muy ineficiente (me consta personalmente). A su vez, eso desincentiva que las personas y empresas recurran a él. Cierto, gracias a la tecnología, ahora tenemos otras opciones. Pero el correo tradicional sigue teniendo sus usos.

¿Por qué no se arregla esto? Vaya, en muchos países la ciencia de entregar las cartas a tiempo fue perfeccionada hace décadas. No debería ser tan difícil: Brasil tiene un tráfico postal por habitante cinco veces mayor al mexicano.

Pero no. La actual administración y sus antecesores recientes se han fijado exclusivamente en grandes reformas económicas y políticas. La mayoría no han sido aprobadas e incluso las que sí se han puesto en marcha con frecuencia han fracasado por estar mal diseñadas.

En ese sentido, cada día considero que es más importante arreglar los asuntos no tan visibles e importantes, como éste. Si la mecánica de los servicios cotidianos mejora dramáticamente, la gente estará más dispuesta a aceptar y apoyar las grandes reformas.

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