Estoy en medio del poco grato ejercicio de comprar regalos de Navidad. De nueva cuenta, estoy inmerso en la discusión que siempre tengo con mi esposa: yo preferiría regalar certificados de regalo emitidos por diversas tiendas, para que el beneficiado pueda comprar lo que él/ella quiera, mientras que mi media naranja considera que eso es una herejía más negra que adorar a Satanás.
Mi preferencia por los certificados es fácil de explicar: por lo general, los regalos que recibo no son muy de mi agrado. Hubiera preferido recibir el dinero que se gastaron mis benefactores para comprar cosas que sí me gustan. Creo que muchos hombres estarían de acuerdo que es más lógico y práctico. Pero las mujeres ven las cosas de forma diferente: para ellas el regalo no es tan importante en sí mismo; lo que importa es el significado de dar y recibir.
Pero hechos son hechos: hay una importante diferencia entre el valor monetario real de los regalos y el valor monetario subjetivo que les asigna quien los recibe. Incluso hay un estudio que señala que esa diferencia podría superar el 30%, lo cual representa un enorme costo tomando en cuenta la cantidad de dinero asignada a regalos navideños. Todo esto lo tomo de un excelente artículo de John Kay.
¿Qué se puede hacer? Creo que hay un buen punto intermedio: comprar regalos para quienes conocemos biern (y que por tanto corresponderán más a sus gustos) y dar certificados u mercancías apreciadas por todos (la champaña o chocolates finos rara vez fallan) a personas no tan cercanas.
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