La semana pasada mi editor de El Financiero me encargó un artículo sobre el desempeño de la economía estadounidense durante la presidencia de George W. Bush (disponible aquí). En una de esas extrañas coincidencias de la vida, han salido muchísimos artículos en la prensa estadounidense sobre este tema, como la nota de Roger Lowenstein que recomendé ayer.
Todos llegan a la misma conclusión: los presidentes en turno tienen poca capacidad para influir en las principales variables macro a corto plazo. Entre lo poco que sí pueden hacer es orientar la política fiscal hacia ciertos fines. En este ámbito, los críticos de Bush, destacando entre ellos al economista Brad DeLong, señalan que los recortes a impuestos de Bush estuvieron muy orientados a los grupos de altos ingresos, que tienen una propensión al gasto menor que sus contrapartes menos afortunados, por lo cual un recorte más equitativo probablemente hubiera generado más consumo y, por ende, más empleos y crecimiento.
Lo que estas notas dejan a un lado es quizá el aspecto más importante de la política económica del presidente estadounidense en funciones: fuerte crecimiento del gasto y la baja en los ingresos crearon un enorme déficit y un debilitamiento estructural de las finanzas públicas en este país. Actualmente, su impacto no se percibe porque la debilidad económica mundial permite mantener la inflación y las tasas de interés en niveles bajos, pero es probable que en unos años los estadounidenses maldigan la poca prudencia fiscal de Bush.
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