Todo parece indicar ue es el tema de moda en el mundo de estudios del desarrollo. Por ejemplo, bajo nuevo liderazgo, el Banco Mundial está tomando medidas contra los países que no incluyen salvaguardas para evitar el desvío de recursos derivados de los préstamos de dicha institución.
La mala noticia es que, como toda receta simplista, el combate a la corrupción no va a resolver los problemas de los países pobres, aunque es una buena idea en sí misma. A final de cuentas, si bien la corrupción es un problema muy severo en el Tercer Mundo, también está vivita y coleando en los países ricos, incluso del tipo más burdo y obvio (ver aquí). Vaya, si la corrupción fuera un obstáculo letal para el desarrollo, Italia tendría el mismo ingreso por habitante que el Congo.
Pero la corrupción va mucho más allá del simple robo de dinero por parte de servidores públicos. Una forma general de definirla es la instrumentación de políticas a favor de un grupo particular que van en contra del interés común de la sociedad.
En otras palabras, la corrupción más seria y problemática es la que se deriva del mismo proceso político. Claro, el intercambio de favores y concesiones es una parte inevitable del proceso democrático, pero es claro que hay límites. En países como Estados Unidos, existe la percepción de que este tipo de corrupción está aumentando de manera alarmante.
La causa es sencilla: al enfrentar la necesidad de reelegirse cada dos años, los diputados en ese país se la viven pidiendo dinero para la próxima elección. Con dinero, básicamente son invulnerables y se pueden dar una muy buena vida (así como asegurar un cómodo retiro cuando los grupos de interés que apoyó le pagan el favor).
No hay soluciones sencillas. Se puede sugerir un sistema a la europea, con financiamiento público y representación proporcional, que le otorga control absoluto a los partidos. Eso quizá reduce la corrupción menor, pero la "eurosclerosis" prevaleciente claramente indica que los partidos son capturados por grupos de interés grandes (como los sindicatos o granjeros).
Hay quienes abogan por pagarle más a los políticos y limitar, en el caso de los legisladores, el tiempo que pueden servir. Pero el caso de México, donde los políticos tienen salarios se recompensan muy bien y no hay reelección (por lo menos de un periodo a otro) muestra que estas recomendaciones no son una panacea.
Es claro que el diseño de las instituciones importa para estos fines, pero el hecho de que hay una gran gama de países exitosos con modelos muy diferentes ilustra que estas diferencias no son lo determinante.
Eso nos lleva al plano cultural. La mejor ilustración de la diferencia entre primer y tercer mundo es el siguiente ejemplo. En un país rico y en uno probre se propone la construcción de un puente. En ambos existen los mismos recursos técnicos y un presupuesto más que adecuado. Incluso supongamos que el grado de corrupción es idéntico. Pero el resultado no va a ser igual. En el país pobre el puente será construido con baches, no estará bien alineado, etc. ¿El motivo? No hay respuesta sencilla: indiferencia, expectativas bajas, la actitud de que es mejor algo que nada, etc.
Y contra eso no sé qué se puede hacer. En el Tercer Mundo, incluso en los países democráticos, persisten espacios de impunidad que sólo se pueden explicar por la falta de presión social. (El último escándalo mexicano ilustra este punto a la perfección).
En fin. Espero que todo este rollo suene coherente. Pero seguir la realidad mexicana día con día exige a uno ventilar sus frustraciones.
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